
El cielo de Tokio es de un azul inmenso, profundo, sin las huellas grises que marcan el horizonte en mi época. Me sorprendo aún al respirar el aire aquí, tan ligero, tan puro comparado con el del búnker. Camino entre los edificios, cada uno más bajo y más cálido que los de mi tiempo, con fachadas que parecen mirar hacia el sol en vez de esconderse de él. No he dejado de sentirme fuera de lugar desde que llegué, como si fuera un intruso en un mundo que, aunque familiar, me es ajeno en cada detalle.
Hace solo unos días que estoy aquí, en el Tokio de 1996, y aún no me acostumbro a la vida en la superficie. He aprendido a caminar con los ojos bajos, como si temiera que alguien pudiera reconocerme, descubrir la verdad que cargo en el cuerpo y en la mente. Me digo que este viaje es un escape, una misión de observación, pero no puedo ignorar la realidad: he dejado un mundo devastado, he dejado… a ella.
No me atrevo a decir su nombre, ni siquiera aquí, en el silencio de mis pensamientos. Su recuerdo me persigue, se entrelaza en cada paso que doy.
Es extraño, incluso desconcertante, que mi misión me haya traído hasta aquí, a este día y lugar precisos. A la boda de dos personas cuyos destinos, entrelazados, impactarán en el futuro de una forma que pocos podrían imaginar. He pasado años estudiando estos rostros en archivos y registros antiguos, desentrañando los hilos de un pasado que ahora veo desplegarse frente a mí. Es como si el tiempo mismo me hubiera llevado hasta ellos, cruzando lo personal con lo inevitable, dándome una última oportunidad de corregir aquello que un día se perdió.
Estoy entre los invitados, en la parte trasera, una sombra más en la multitud. Los observo con una mezcla de curiosidad y nostalgia. La gente se ríe, intercambia historias y se mueve con libertad, algo que en mi tiempo es solo un recuerdo de generaciones perdidas. Entonces, un destello me saca de mis pensamientos: alguien ha tomado una fotografía y, en un descuido, no logré ocultar mi dispositivo de comunicación a tiempo. Siento un escalofrío. Sé que la imagen quedará, que algo de mí quedará atrapado aquí, una anomalía en su historia.
Miro mi dispositivo, tan simple para mí, pero aquí tan fuera de lugar. Me pregunto qué verían ellos, los invitados, si realmente pudieran entender lo que tengo entre manos. Esta tecnología no es solo un medio de comunicación; es el último vestigio de un futuro que he abandonado, una línea invisible que aún me conecta con la resistencia… con Y-2808. Su rostro viene a mi mente, con esa expresión de fuego contenido que siempre lleva. Ella está allí, en el búnker, en el año 2160, luchando, sosteniendo esa llama de resistencia que le ha dado sentido a todo. Siento una punzada en el pecho, algo que debería ser simple dolor, pero que en ella se convierte en propósito. Su causa, su desafío a los Intocables, me alcanzan incluso ahora, como si atravesaran el tiempo junto conmigo. Y aunque sé que es peligrosa esta distancia, algo me dice que ella también está mirando al futuro, en su propia forma, sin saber que yo he viajado al pasado.
Pero mientras observo a estos rostros despreocupados, pienso en el contraste brutal con lo que dejamos atrás. Una sociedad rota, donde las personas trabajan hasta el agotamiento por un rincón oscuro en algún corredor y un plato de comida que apenas los mantiene. Nos vendieron la idea de que el tiempo estaba bajo el control de unos pocos, que la realidad misma podía moldearse a su voluntad, mientras nosotros nos convertíamos en piezas sacrificables, intercambiables, en el juego de sus intereses.
Y aquí estoy ahora, solo en este Tokio que se me escapa como agua entre las manos. Un hombre fuera de su época, observando la boda de dos desconocidos que, sin saberlo, han puesto en marcha un destino que aún no puedo comprender del todo. Mientras sus vidas se entrelazan bajo el cielo azul, me pregunto qué sacrificios nos pedirán los años, qué decisiones cambiarán el curso de su historia… y de la nuestra.
Me doy la vuelta, alejándome antes de que alguien pueda notar mi presencia más de la cuenta. El eco de una risa queda a mis espaldas, un sonido que solo puedo recordar vagamente de mi propio tiempo. En mi mente, aún resuena la voz de Y-2808, su llamada a la lucha, su promesa de que el tiempo mismo será liberado. Por ahora, solo soy un testigo. Pero la sensación de que algún día ella entenderá mi partida, mi silencio, permanece conmigo, como una esperanza que me permito solo por un momento.